Arancha Barreiro y su marido decidieron ser padres en 1994 a pesar de que ella era seropositiva y de que no existían tratamientos eficaces. Hace unos meses ella decidió contar al mundo que tenía el virus para acabar con el estigma.
Hay historias que empiezan por el final. Esta es una de ellas.
Como en Ciudadano Kane, la película de Orson Welles, una frase formulada al inicio, justo antes de morir el protagonista, puede ser la llave para comprender toda una historia contada posteriormente. Hace apenas unos meses, Arancha Barreiro (Vitoria, 1969) contó al mundo que tenía VIH. Lo había mantenido oculto durante 32 años, salvo para sus más cercanos. Con 52, decidió anunciarlo a lo grande: en la celebración del primer Pride Positivo, celebrado en noviembre en España para visibilizar a las personas con VIH y acabar con el estigma. Fue su rosebud.
¿Por qué ahora? Aran, que así es como la llaman sus amigos, deja a un lado esa risotada tan típica suya y se pone seria. Lo explica así: “Mis hijos son mayores, ya no hace falta que los proteja”. Una afirmación que resume bien el estigma que sigue existiendo alrededor del virus: de no ser porque sus hijos son mayores, seguramente no habría dado el paso.
“Lo he contado ahora porque mis hijos son mayores y ya no hace falta que los proteja”
Aran es de complexión fuerte, una mujer arrolladora. ‘Today is a good day’, se lee en su jersey verde fluor de lana. Viste vaqueros grises y deportivas negras. Acaba de llegar de la peluquería. Tiene el pelo rizado cobrizo (“teñida”, reconoce). Se lo ha recogido y se le ve la cara radiante. Y se ha puesto carmín en los labios. “Me van a sacar fotos, ¿no? Pues tendré que salir bien”, se excusa coqueta.
Víctor, su marido, se une a nosotros al final de la conversación. Es electricista. Viene de trabajar. Más relajado, sabe gestionar el ímpetu de Arancha. ¿Cómo es Aran?, le preguntamos sin preámbulos. “Tiene don de gentes. Es afable, aunque, según su estado de ánimo puede mostrar malos modos. Pero, igual que nuestro hijo mayor, llega a un lugar y consigue que la gente se sienta cómoda en seguida. Y es muy alegre”. A lo que Aran añade, con retranca: “Sí, pero con mi psiquiatra pegado al culo todo el día”.
Salta la pregunta: ¿cómo una mujer así ha mantenido en silencio su condición serológica tanto tiempo? “El peso del estigma es mucho peor que la enfermedad. Sí, ya sé que se dice infección, pero a mí me da igual… Mis hijos ahora pueden defenderse cuando les digan que su madre es una sidosa”, señala.
Sergio, su hijo menor, lo ve de forma más natural. “La verdad es que, cuando me lo dijo, me lo tomé de manera muy normal. No me afectó realmente, no me afectó para nada. No hubo un antes ni un después”.
Y sigue. “Además, estaba harta de que Loli hablara siempre en primera persona, mientras que yo usaba la tercera”. Loli la mira en silencio. Es la presidenta del Comité Ciudadano Antisida de Asturias. Amiga y compañera, también tiene VIH y su propia historia. Aran colabora en el comité desde hace muchos años y con lo que acaba de decir se refiere a que Loli, cuando da charlas sobre VIH a otras personas dice: “Nosotros, los que tenemos VIH…”; mientras que ella decía: “Las personas que tienen VIH…”. “Me he liberado, joder. Me veía poco honesta. ¿Por qué tenía que seguir en esta mentira?”, explica.
Han pasado algunos meses desde su ‘liberación’. Lo recuerda bien. “Antes de dar el paso, estaba nerviosa. Pero estaba Loli conmigo. Loli para mí es como una sombrita de seguridad y de fortaleza”. Mucha gente escribió para darle la enhorabuena y felicitarle por su valentía: personas que ella nunca hubiera imaginado, antiguos compañeros, profesores de la facultad de enfermería donde estudió… “La vida es así. Te sorprende. A veces, para bien”.
Arancha mira a Loli y, aunque no viene a cuento, suelta: “¿Sabes? Loli es la persona que mejores abrazos da del mundo porque los da de corazón”. Ha debido de darle unos cuantos… Loli, Aran, Víctor y Armando (el marido de Loli) son amigos. Salen juntos. Loli devuelve el piropo: “Es una tía muy risueña, muy válida, sabe hacer de todo. Y, además, es súper inquieta. Lo que no sabe hacer busca cómo aprenderlo. Tiene su carácter, sí, pero con nosotros y con la gente de la asociación nunca ha sacado ese mal carácter. La quiero mucho”.
Aran podría contar muchas historias sobre el estigma. Pero lo peor, reconoce, es el autoestigma. “Cuando sangraba por la nariz y no podía hacer nada, porque sangraba mucho, me entraba pánico. Le gritaba a Víctor: ¡no te arrimes, abre el agua, no me toques! Era horroroso porque sangraba con mucha facilidad. Madre mía, lo del sangrar por la nariz, ¡qué mal lo llevaba yo! Por miedo de transmitírselo a alguien”.
Aunque da la sensación de que la sonrisa y el buen humor son consustanciales a su carácter (también soltar lo que le viene en gana), Arancha reconoce que lo ha pasado muy mal, episodios de depresión incluidos. “Como tengo esa relación de amistad con ella, se lo noto. Sé que a veces en la asociación no está bien, por las circunstancias que sea, pero el resto de las personas no se lo notan porque tiene esa capacidad de estar rota por dentro, pero con la sonrisa puesta”, dice Loli.
“Te pasan cosas muy duras y sientes una impotencia horrorosa. A mí es lo que me ha hundido muchas veces: esa rabia, la impotencia…”, explica Aran. Víctor asegura también que los principales problemas de Aran siempre han sido “los desplantes”.
Las patologías psicológicas son frecuentes en personas con VIH. Según un estudio reciente, las personas seropositivas tienen un 63 % más de riesgo de ser diagnosticadas con enfermedad mental que las personas sin el virus. Aran comenzó con temas de depresión dos meses antes del diagnóstico. “Yo creo que tuve un deterioro mental tres años y medio antes del saberlo. Se va deteriorando el sistema inmunológico. No tuve muchas enfermedades oportunistas, salvo la toxoplasmosis, que me hizo perder el ojo. Mi deterioro afectó más a mi ánimo. No es muy normal en una persona que no ha dado nunca avisos que, de pronto, tenga episodios de pánico y ansiedad. Luego, todo se agravó. Llega un momento en el que no sabes vivir porque no eres capaz de administrar ni las emociones ni las sensaciones. No te controlas”.
Arancha nunca ha abandonado el tratamiento. Lo tiene claro. “En cualquier momento, puedes caer”. Por eso, una vez que se ha ‘liberado’ al contarlo, pone mucho énfasis en los estudios de fragilidad de las personas con VIH. “El cuerpo de los que vivimos con el virus es diez años mayor que el que señala su edad biológica. La fragilidad es un dato muy importante en un paciente en general, pero en nosotros, con las comorbilidades, aún más. Hay que estudiar cada caso para ver si la persona realmente está fuerte para resistir, cómo enfoca el envejecimiento o el privarse de cosas. Cuando mis amigas me preguntan la edad, yo les digo: 52. No me quito ni uno. ¿Sabes lo que me ha costado a mí cumplir 52 años? No lo soñé en la vida. Y, mira, el marido de Loli, por ejemplo, es un hombre que ahora ha sido abuelo y tiene 60. Debimos de interiorizar que no íbamos a llegar a viejos…”.
La historia de Aran es una historia de amor. Que, a pesar de todo, acaba bien. En eso no coincide con Ciudadano Kane… Rosebud.
Arancha llevaba 32 años con su VIH en secreto. Los mismos años que le ha acompañado Víctor, su marido. Ambos tienen dos hijos, Jairo (1987) y Sergio (1994). Aunque los han criado juntos, Víctor no es el padre de Jairo. El padre de Jairo es Richard. Arancha lo explica: “Estuve casada con un chico seropositivo, aunque él entonces no sabía que lo era. Le conocí en Lleida, recogiendo pera”. Entonces (hacia 1984) los dos consumían heroína. Probablemente, Richard se infectó en la cárcel de Carabanchel, donde dio con sus huesos en una ocasión. “Allí, compartían jeringuillas y agujas”, reconoce Aran. Al salir, otra vez juntos, ella consiguió desengancharse. También Richard dejó las drogas intravenosas. Las cambió por el alcohol… y los malos tratos.
1987. Ninguno de los dos sabe que Richard es seropositivo. Aran queda embarazada. Nace Jairo. Aran ya no puede más. Richard y Aran se separan… Pero el virus ha comenzado ya a hacer estragos. Arancha desarrolla una toxoplasmosis y pierde la visión de su ojo izquierdo. “Ahora me ves que tengo la mirada derecha, pero hasta hace tres meses tenía el ojo mirando a Cuenca. Me lo han arreglado”, revela. A los dos años de llegar Jairo, aparece Víctor, Víctor González, nacido en Venezuela de españoles emigrados a aquel país. Y aquí empieza otra etapa.
Víctor vivía en Gijón, había vuelto con su familia en los setenta. Solía ir a bailar salsa con un amigo que estaba de vacaciones en el bar donde trabajaba Aran. Hasta hoy. “En 1990 yo tenía una depresión brutal; ahora lo veo claro, pero entonces no había nada a qué achacarlo”, hace memoria Aran. Sus padres, Marisé y Jesús, estaban separados: ella, en Gijón; él, en Mallorca. “Mi padre dijo: oye, si queréis venir, te arreglo la parte de abajo del chalé y vivís aquí Víctor y tú hasta que te pongas bien. Y allí nos fuimos. Encontré trabajo. Remonté un poco, eso creía: apenas me duró quince días el remonte de los coj…”. El virus la tenía derrotada físicamente. Dejó el trabajo (no podía con él) y fue al médico, que le mandó al especialista sin dar muchas explicaciones. Allí se encontró con la doctora Busto, un nombre que no va a olvidar nunca. Ella fue quien le dio la noticia: VIH y hepatitis C. Un golpe demasiado fuerte.
“Hemos llegado hasta aquí, ¿no? Pues yo me quedo contigo, Aran”
Víctor González
Marido de Arancha, al enterarse que su entonces novia era seropositva
Cuando se había incorporado para salir de la consulta, cayó de pronto, a plomo. Había perdido el conocimiento. Se dio un tortazo mayúsculo. Más tarde, al salir del hospital, Arancha le dijo a Víctor: “Lo que hay es feísimo y malísimo, y yo no voy a querer a nadie a mi lado porque me quedan, como mucho, cinco años de vida, y, además, horribles”. La respuesta de Víctor no la esperaba Aran: “Hemos llegado hasta aquí, ¿no? Pues yo me quedo contigo”. “Todos los héroes tienen los pies de barro, pero aquello…”, suspira Aran. En 1992, se casaron. Por la iglesia, aunque ella no era muy partidaria. “Si nos casamos por la iglesia, yo llevo el vestido que me dé la gana, valga lo que valga”. Ese fue el trato.
Víctor y Arancha habían tenido sexo sin protección durante todo el año previo a conocer que ella era seropositiva. Sólo entonces decidieron usar condón. Pero la historia no acaba aquí.
Aunque había adoptado a Jairo como si fuera su propio hijo, Víctor quería ser padre. Víctor y Aran lo meditaron mucho. Conscientes del enorme riesgo de pasar el virus al bebé, tomaron juntos la decisión. No habían llegado todavía los modernos y eficaces antirretrovirales: no existía medicación eficaz contra el VIH, ni podían controlarse los embarazos como se hace hoy en lugares como el Centro Sandoval de Madrid. Y, aun así, decidieron seguir adelante. “Lo hablamos, lo consensuamos y quitamos los protectores”, recuerda ella. Víctor, que ha dado siempre negativo en la prueba, lo cuenta a su vez con una naturalidad asombrosa. Pensó: “Si no lo cogí en año y medio, tampoco voy a tener problemas en adelante”. Aran se sincera: “Los cuatro primeros meses de embarazo no fui a mi médico porque sabía que me iba a hacer abortar. Te convencían porque la realidad era durísima. Te contaban que, si se lo pasabas, el niño no llegaría a los cinco años. Sólo volví pasados esos cuatro meses, tiempo a partir del cual ya no se podía abortar”.
“El que marcó la diferencia ahí fue mi abuelo”, dice Sergio. Manuel Valentín, padre de Víctor, les dio una clave positiva, que hoy recuerda Sergio como si lo hubiera vivido él. “Les dijo a mis padres: A ver, si jugaras a la lotería y te pudiera tocar nueve de cada diez veces, ¿la jugabas?” El abuelo se refería a que las posibilidades de que el tema saliera bien (que Sergio no naciera con el virus) eran de un 90%. En realidad, la mayoría de los estudios indican que la probabilidad de que el hijo de una madre seropositiva contraiga el virus oscila entre el 15% y el 25% en los países industrializados, y entre el 25% y el 45% en los que están en desarrollo. Manuel Valentín falleció hace dos años.
A los nueve meses nació Sergio de parto natural. “Mi hijo nació con anticuerpos de VIH y hepatitis C. Tuvimos que esperar para ver si ‘negativizaba”. Todos los niños de madres infectadas por VIH nacen con anticuerpos, pero eso no significa que estén infectados. La mayoría de ellos los ‘negativizan’ hacia los 18 meses de vida; sólo persiste en aquellos que han contraído la infección. La buena noticia llegó a los 19 meses: “Entramos por la puerta y el pediatra suelta: hoy, hace un día maravilloso”. Carlos, otro nombre que Aran no va a olvidar nunca. “Estoy acostumbrado a dar noticias garrafales, así que cuando doy una noticia de estas me parece un día maravilloso”, añadió el pediatra. “Mi padre se emociona todavía cuando lo recuerda”, sonríe Sergio. Jairo tiene hoy 36 años; Sergio, 29.
Arancha sólo contó que era seropositiva a su círculo más cercano. “Llamé a Richard (su primer marido) y le dije que teníamos sida. Él me contestó: lo tendrás tú, a saber en qué cama te has metido. Se hizo las pruebas. Y, al dar positivo, se vino abajo. Se dejó morir. Era un tío que medía 1,78, pero cuando se murió pesaba 15 kilos”. Aran no le guarda rencor.
Después, se lo contó a su padre. “Mi padre estaba allí cuando me diagnosticaron. Me dijo: a ver hasta dónde llegas. Él sabía lo que había”. Al mes del diagnóstico, volvieron a Gijón. Víctor andaba muy deprimido. Entonces, Aran se lo contó a su madre. “¿Ves? ¿Viste lo que sacaste? Por andar metiéndote donde nadie te llama”, le soltó Marisé. Marisé, la madre, murió el pasado 3 de noviembre. Su padre, Jesús, todavía vive en Mallorca. “Él lo ha llevado siempre con naturalidad. Ha sido un hombre de mundo”. Arancha lo tiene claro: “Siempre he dicho que yo soy extraordinaria. Extra por mi padre y ordinaria por mi madre”.
Y más tarde a sus hermanos —cuatro por parte de madre y dos por parte de padre—, pero no antes de que el pequeño tuviera 18 años. Y a sus hijos lo mismo. Fuera de ese reducido círculo y de algún amigo concreto, nadie más lo sabía.
Arancha llegó al Comité Ciudadano Antisida de Asturias hace 27 años. Antes, había llegado a la puerta más de 25 veces, pero nunca se atrevió a cruzar el umbral. “Miraba a todos lados obsesionada, con miedo a que me vieran”. No podía. Loli la justifica: “Con VIH tienes un miedo horrible de que se sepa. Especialmente, las mujeres”. Hasta que se decidió. Fue por una mera cuestión legal. “Tuve una entrevista de trabajo para una empresa muy grande que contrataba a trabajadores con minusvalías y a invidentes. Yo tenía un 50% de visión, así que encajaba. Todo perfecto. Pero cuando voy a firmar el contrato, después de hacerme el reconocimiento médico, me dicen que con hepatitis C no puedo realizar el trabajo. Estoy segura de que me hicieron —sin decirme— la prueba del VIH porque una hepatitis C no te impide conducir”. En el comité no pudieron hacer nada por defenderla. Ahora, la legislación prohíbe esas situaciones, pero hablamos de 1996. Aran se lo agradeció pese a todo y decidió que quería estar cerca. Su excusa era colaborar. “Es que no teníamos refugio, no teníamos refugio”, recuerda. Para personas como Arancha, las asociaciones siempre han sido una tabla de salvación, el único sitio en el que se puede hablar sobre el virus y compartir con otros.
“Con VIH tienes un miedo horrible de que se sepa. Especialmente, las mujeres”
Loli Fernández
Presidenta del Comité Antisida de Asturias y amiga de Arancha
El estigma y, sobre todo, el autoestigma la han acompañado todos estos años. “Me convencía de que no tenía VIH para poder trabajar. Lo ocultaba en todas partes. En el trabajo, cuando tocaba reconocimiento médico, siempre me las apañaba para no hacerlo”. Como siempre ocultó su estado serológico, Aran pocas veces ha sufrido directamente episodios laborales de discriminación. Aunque recuerda uno… “Siendo limpiadora. Estaba con una compañera, que me contó que su padre tuvo una hepatitis A gravísima. Yo le dije que tenía hepatitis C, sin darle más explicaciones. Después, me encontré a la encargada y a mi compañera con los ojos a todo llorar. Y me suelta la encargada: ¿tú crees que es normal que le digas a esta chica que tienes una hepatitis C? Y continuó largo rato con el chorreo. Me quedé descolocadísima. Fue tal el bofetón que me cogí una depresión y estuve dos años en tratamiento”.
Poco después de aquel episodio, la jubilaron. Tenía 39 años y fibromialgia. Nadie sabe con certeza si la fibromialgia es una comorbilidad fruto del VIH. El caso es que, desde entonces, Arancha no ha vuelto trabajar. Se puso a estudiar enfermería en 2014 sabiendo que no iba a ejercer, pero para poder colaborar en el comité. Durante la carrera sorteó situaciones variopintas y vivió en las carnes de otros la discriminación por VIH. “¿Quién trabaja en un hospital y dice que tiene VIH? Ni de broma”.
Arancha se queja de que muchas de las malas experiencias las ha tenido precisamente en el mundo sanitario. “Me he encontrado cosas muy buenas y también muy malas. Pero que te pase con enfermeras duele”. Un día, al principio, cuando fue al hospital para hacerse una analítica, se había perdido el punto rojo de su historia médica. El punto rojo era una señal que entonces se ponía en los hospitales para que los sanitarios supieran que el paciente tenía VIH. “Cuando la chica me fue a sacar la sangre, ella estaba sin guantes y le comenté que se había perdido el punto rojo. Se puso muy seria. Me miró enfadada, se puso los guantes y me dijo de manera muy desagradable: que te conste que lo hago por mí. ¡Joder, claro, por eso se lo dije a la muy idiota!”
Aunque, a renglón seguido, pone un ejemplo contrario. En otra analítica, una enfermera iba sin guantes. Ella volvió a comentar que tenía VIH. La respuesta de la enfermera fue muy distinta. Aran lo recuerda con mucho cariño: “Lo sé, corazón, me dijo, pero… ¿tú sabes lo que pasa? El albañil tiene riesgo de caerse de un andamio y matarse. Yo tengo el riesgo que tengo. Si me pongo guantes, voy a pincharte mal: voy a pincharme yo y no nos va a valer de nada a las dos. Así que yo pincho sin guantes: tú tan tranquila y yo también”.
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