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Literatura y sida

La publicación de la novela Al amigo que no me salvó la vida (1990) le valió al francés Hervé Guibert (1955-1991) la fama a escala mundial, pero también polémicas muy agrias.

ENERO 2025

Se le reprochaba traicionar su amistad con Michel Foucault al describir los últimos días y la muerte debida al sida del célebre filósofo. No fue la primera ficción sobre el sida. Antes, hubo obras teatrales como The Normal Heart (1985), de Larry Kramer, o La última luna menguante (1986), de William Hoffman, entre otros. Sin embargo, el relato de Guibert constituye un punto de inflexión por varios motivos. Primero, porque lejos del tono melodramático o de los personajes idealizados, en su novela hay personajes muy humanos a los cuales la enfermedad no convierte en “buenos”. La obra fue pionera además en utilizar la autoficción para narrar la enfermedad, género que utilizarán Cyril Collard (Las noches salvajes, 1992), Harold Brodkey (Esta salvaje oscuridad. La historia de mi muerte, 1996), Pablo Pérez (Un año sin amor, 1997), Fernando Vallejo (El desbarrancadero, 2001) y, más recientemente, Naty Menstrual en algunas de sus crónicas, que supieron mezclar la vida y el arte a partir de las propias vivencias.

De la misma época que la obra de Guibert es el bestseller de Dominique Lapierre Más grandes que el amor (1990), al que después siguieron novelas que trataban la enfermedad desde el punto de vista personal, tangencial y, sobre todo, desde el retrato de la época: Intersecciones (1991), de Eduardo Haro Ibars; La otra lepra (1993), de Chufo Lloréns; Salón de Belleza (1994), de Mario Bellatin; La línea de la belleza (2004), de Alan Hollinghurst; El Cielo de Madrid (2005), de Julio Llamazares; o París-Austerlitz (2015), de Rafael Chirbes.

Desde otro ángulo, Susan Sontag escribió La enfermedad y sus metáforas en 1978 mientras se trataba de un cáncer. En el libro, Sontag quiso demostrar cómo los mitos acerca de algunas enfermedades, en especial el cáncer, añaden más dolor al sufrimiento de los pacientes y, a menudo, los cohíben en la búsqueda de un tratamiento adecuado. Casi una década después, con la irrupción del sida, Sontag escribió El sida y sus metáforas, extendiendo los argumentos del libro anterior a la pandemia de sida. “En el siglo veinte, se ha vuelto imposible moralizar sobre las epidemias, salvo las de transmisión sexual”, escribía. Otro ensayo destacable es Moriré, pero mi memoria sobrevivirá (2008), un retrato terrible del sida en África que hace Henning Mankell. El axioma que denuncia Sontag se ha extendido hasta nuestros días. Sin embargo, en los últimos años han aparecido obras específicas sobre el sida como Los Optimistas, de Rebecca Makkai (2019); El peso de la sangre (2019), de Juan Luis Salinas; Los hombres que no fui (2021), de Pablo Simonetti; Los silencios de Hugo, de Inma Chacón; Malditos (2023), de Marissa Meye; o Los hijos dormidos (2023), del francés Anthony Passeron.

Con todo, las novelas centradas en el VIH o en el sida en estos 40 años es escaso. “Si te fijas en el número de películas y libros que tenemos sobre la Segunda Guerra Mundial o el Holocausto, son muchos, y necesitamos más, pero luego analizas la epidemia del sida y…, ¿dónde está la pila de libros y películas sobre el tema? No están ahí”, critica la estadounidense Rebecca Makkai. Para Makkai, la razón de esta escasez es que existen un gran silencio y un gran desconocimiento alrededor del virus. “Por eso, hay nuevas infecciones en las generaciones más jóvenes. Parte del problema es que no hay educación suficiente. También, hay una idea muy extendida de que es algo del pasado, cuando en realidad sigue muy presente”, añade. Inma Chacón, autora de Los silencios de Hugo, coincide en el diagnóstico de Makkai: “Se ha escrito poquísimo sobre el sida”.

Para el italiano Jonathan Bazzi, autor de Fiebre, “la imaginación sobre el VIH/Sida se detuvo en los años 80 y 90”. “El progreso científico no ha ido de la mano de la evolución emocional y cultural de las personas. Todavía hoy se habla del VIH/Sida poco y mal, siempre con un aparato estético mortífero, morboso, inquietante, con música triste de fondo y los rostros cubiertos, como se hace con los mafiosos. Creo que ha llegado el momento de ampliar los registros, de hablar del VIH con más verdad y cercanía a la vida concreta de las personas que lo padecen hoy”, concluye Bazzi.

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